Ahora entiendo la famosa frase de Blade Runner: «Yo he visto cosas que vosotros no creeríais». Con derecho a roce es una sección en la que pretendo plasmar situaciones y vivencias, unas más personales que otras, en las que cualquiera se puede encontrar, mientras se entretiene buscando eso que llaman amor. El pasado domingo, 14 de febrero, fue San Valentín. No me gusta esta fiesta. Es una celebración desfasada y no hay por dónde cogerla. Un día en el que venimos idealizando desde la adolescencia, en la que nos venden un amor edulcorado, un amor de princesas Disney y nada realista. Una fiesta para los enamorados, que se ven en la obligación de magnificar su amor un día en concreto. ¿Y qué pasa con los solteros? ¿Nos quedamos sin fiesta? Prefiero la emoción de recibir un match por Tinder y esperar a que mi Cupido no se haya drogado.
El suceso que viene a continuación es la antípoda al día de los enamorados y, muy a mi pesar, lo sufrí en mis carnes. Pues bien, ¿saben lo qué es un pedo trompetero? El término lo acuñó mi amiga Inés, después de contarle una de mis experiencias más surrealistas. Conocí a Mario en un bar de copas, cuando el toque de queda era a las 00.00 y todavía la pandemia nos permitía disfrutar de algo de ocio. En un primer momento todas sus particularidades me atraían: cierto aire chulesco, seguridad, atractivo, parecía inteligente y ¡tenía barba! Yo es que soy muy de barbas. Pero llegó el pedo trompetero. Es curioso como un hecho aislado puede arruinar de un plumazo cualquier relación afectiva.
Al llegar a casa, mi conquista de esa noche tenía hambre. La cosa empezaba a hacer aguas. Me fui al baño a refrescarme y a comprobar que todo estuviera en su sitio. Al llegar a la cocina veo a mi affaire comer directamente de un olla, pollo al curry. ¿Se acuerdan de esos documentales de la 2? Pues mi nuevo amigo parecía el león devorando a la cebra. Y así, con esa salvaje estampa, me preguntaba si quería participar en esa escabechina gastronómica. Mi intuición –a la que últimamente hago poco caso– me gritaba ¡SAL DE AHÍ!
Después del momento El hombre y la tierra y tras una velada de sexo mediocre, en el que tuvimos ciertos problemas para llegar a la cima, y en la que mi ligue adoptó la actitud ‘estrellita de mar’, vino el inquietante despertar. Es inevitable, pero las mujeres, por mucha apología feminista que nos vendan –«hay que ser una misma, la belleza está en el interior, donde hay pelo hay hermosura»–, todavía nos preocupamos por nuestro aspecto después de una noche pasada por tequilas. Teniendo en cuenta que no estaba en mi casa y que en el bolso solo llevaba un desodorante mini y un pintalabios, esa preocupación fue in crescendo… Pero llegó el pedo trompetero.
Me desperté con una resaca de esas que dices «no vuelvo a beber en mi vida». Mientras me preguntaba si mi sujetador estaba debajo de la cama o entre las sábanas, mi compañero de batallas de esa noche se levantó y se fue a la cocina. Me vestí corriendo con la intención de irme directa al baño e intentar salvar la imagen. A medio vestir y en busca de mis pantalones, salí de la habitación. Y he aquí el problema de los loft… Veo a mi camarada con unos calzoncillos blancos de algodón, con media nalga al aire y bebiendo agua del grifo cuando de pronto suena un pedo. Pero un pedo de esos que se recrean. Largo y sonoro, muy sonoro, que vino acompañado de un: «Ay, que viene con susto». Aturdida por lo que había escuchado, flatulencia incluida, veo a mi ligue del viernes salir corriendo de la cocina dirección al baño para solventar el ‘susto’.
Joder, demasiadas emociones para un sábado de resaca y sin café. Ahora bien, imagínense la situación a la inversa. Que soy yo la que se despierta con un gato en la cabeza, unas bragas beige de cuello alto y un «Ay, que viene con susto». ¡Madre del amor hermoso! como diría mi abuela. Y yo preocupada por si tenía el eyeliner corrido. No lo entiendo, a día de hoy todavía me dice para quedar. Parto de la base de que soy muy consciente de que el pedo fue un accidente aislado y que le puede pasar hasta al más pulcro. Y espero que no me malinterpreten, no pretendo fiscalizar a nadie por tirarse un pedo. Pero si en una primera cita la persona en cuestión no tiene ningún tipo de filtro escatológico… ¿Qué me habría encontrado en la segunda? No he querido descubrirlo. Ahora bien, si yo hubiera sido la dueña de la flatulencia trompetera en cuestión y en una primera cita, pues ¿qué quieren que les diga? Seguramente habría emigrado a Nepal.